De los miembros de la Primera Junta, quizá Juan Larrea haya sido, por décadas, uno de los menos conocidos, junto con Domingo Matheu y Miguel de Azcuénaga. No hay dudas de que murió olvidado.
A los breves estudios biográficos o artículos que aluden a él, publicados por Ángel Justiniano Carranza, Atilio Barilari, Ricardo Monner Sans, Adolfo P. Carranza, Gregorio Rodríguez y Carlos Urien, se sumó en 1928 la más completa monografía de Pedro Isidro Caraffa, buscador incansable de la partida de nacimiento del prócer de Mayo.
DE LA ETAPA MERCANTIL EN TIEMPOS COLONIALES AL ACTIVISMO REVOLUCIONARIO
Larrea llegó a Buenos Aires a comienzos del siglo XIX. Era catalán, como Matheu, y había nacido probablemente en 1782. Pronto prosperó en el comercio porteño, haciendo gala de esa habilidosa inclinación catalana. A causa de sus conocimientos náuticos se amplió al ramo de armador de barcos. De hecho, en 1808, el Cabildo lo invistió como capitán de un buque que debía inspeccionar la costa de Colonia en la Banda Oriental.
De ideas liberales, fue síndico del Consulado de Comercio y, con ocasión de la primera Invasión Inglesa, en 1806, solicitó al virrey Sobremonte la creación del batallón “Voluntarios de Cataluña”, del cual fue capitán en 1807. En 1809 se sumó al movimiento encabezado por Martín de Álzaga para lograr la destitución del virrey Santiago de Liniers, falsamente sospechado de alineamientos napoleónicos. Pero ya desde el año anterior frecuentaba las reuniones conspiradoras en la jabonería de Vieytes, en la quinta de Orma o en la casa de Rodríguez Peña.
Pese a esta temprana adscripción a la idea revolucionaria, no participó en el Cabildo Abierto del 22 de mayo, aunque tal era su prestigio en la plaza mercantil local, o tal su compromiso como miembro de las logias (o ambas cosas a la vez), que su nombre fue inmediatamente incluido en la Primera Junta. Tenía escasos 27 años y, más allá de su buen juicio, era lo bastante rico como para prestar auxilios económicos a la “causa”. Esa holgada posición parece justificar su renuncia al sueldo asignado.
En ocasión del destierro del virrey Cisneros, fue él quien proveyó el cúter inglés en el cual se embarcó el funcionario depuesto.
Coherente con su intentona destituyente de 1809, su voto fue decisivo para sellar la suerte aciaga de Liniers. El liberal se volvía, ahora, contagiado por Moreno, un inclemente jacobino. Por lo mismo, la asonada del 5 y 6 de abril de 1811 lo encontró en el bando opositor a Saavedra, a Martín Rodríguez, a Tomás Griega y al fiscal Campana y ello determinó su salida de la Junta, al lado de Rodríguez Peña, Vieytes y Azcuénaga, con destino a su presidio en Luján. Luego fue remitido a San Juan de Cuyo, porque se lo tenía por peligroso y faccioso. Sólo pudo regresar a Buenos Aires en 1812, como diputado por Córdoba ante la Asamblea Constituyente convocada por el Triunvirato y que no llegó a dictar ninguna constitución. Por esa misma época, sus hermanos Ramón y Bernabé solicitaron su carta de ciudadanía americana.
Como miembro de la Asamblea del año XIII, disfrutó de la compañía de sus cofrades liberales y otros afiliados a la Logia Lautaro. Presidió las deliberaciones durante un mes y su firma aparece rubricando la ley que declaró el 25 de Mayo como fiesta cívica, y aquella otra que estableció el Himno Nacional como canción patria, entre otras.
A su ingenio práctico se debe la organización, casi milagrosa, de la primera escuadra naval argentina, fletada para rendir a Montevideo. No en vano se lo considera el creador de nuestra marina de guerra. También a su inteligencia se debe la primera ley de aduanas, con exenciones a favor de instrumentos de minería, de artes, de ciencias, de oficios, libros, imprentas y armas las servicio de la guerra emancipadora. Además, favoreció la temprana fabricación de armamentos en el país. Y fue suyo, asimismo, el proyecto no concretado que mandaba establecer la Casa de Moneda en Buenos Aires, trayendo a los operarios de Potosí (emigrados a Tucumán luego de la derrota de Ayohuma) y, con ellos, lo “cuños patrios”.
La estrepitosa caída directorial de Carlos María de Alvear, en 1815, arrastró a Larrea, que fue encerrado, engrillado y sometido a imputaciones injustas. Por más “alvearista” que haya sido, no parece cierto ni verosímil que haya malversado caudales públicos. Luego de un voluminoso proceso plagado de acusaciones tendenciosas, fue expatriado a Europa y sus bienes fueron embargados. Uno de sus amigos condenados, Hipólito Vieytes, no llegó cumplir sentencia ninguna, pues murió de “lipemanía” (vale decir, de depresión), un presagio ominoso para el propio Larrea.
En rigor, éste supo defenderse de los numerosos cargos que se levantaron en su contra, muchos de los cuales debieron originarse, quizá, en los contratos, las retenciones de fondos y otros tejemanejes del habilidoso Guillermo Pío White. Llamativamente, mucho después de la muerte de este comerciante bostoniano afincado en el Río de la Plata, el gobernador Bartolomé Mitre celebró un convenio con el gobierno norteamericano mediante el cual se pagaron indemnizaciones a los herederos de White.
DESTIERRO Y REGRESO
Larrea pasó a residir en Burdeos (Francia), tomando ventaja de sus contactos con el comercio de aquella villa portuaria. Pero volvió a Montevideo con escasos medios para mantenerse a sí mismo, a su madre y a sus hermanos (recuérdese que era soltero). Buscó entonces el amparo de Bernardino Rivadavia y del general San Martín. Este último, ya sea por natural magnanimidad, ya por disciplina de logia, pasó por alto y hasta le perdonó el desliz “alvearista”. Y asistió a su familia con la libranza de una suma de dinero sobre Londres.
Un dato adicional: su hermano Ramón Larrea había combatido a las ordenes de San Martín en San Lorenzo como ayudante de Granaderos a caballo, y en aquel trance, le fue muerta su cabalgadura y destruida a balazos su espada.
Aprovechando la “ley de Olvido”, o perdón político de 1822, y el encumbramiento de su amigo Rivadavia, regresó a Buenos Aires y al comercio. Pero en 1823 fue comisionado para recabar presupuestos de arquitectos en Paris a efectos de la terminación de la Catedral, aunque finalmente prevaleció la propuesta de Prospero Catelin, quien ya vivía en nuestro país.
En 1826, en sociedad con su hermano Ramón, proyectó establecer una línea postal con El Havre, pero el comienzo de las guerras civiles frustraron el negocio. Mejor suerte corrió, en cambio, su emprendimiento saladeril, para el cual contrató en Paris al químico Antonio Cambaceres, introductor de un procedimiento industrial novedoso y cabeza de una conocida progenie franco-argentina.
En 1828 el gobernador Manuel Dorrego lo designó cónsul en Burdeos, pero un nuevo contratiempo frustró sus gestiones, a raíz de la ley de convocatoria a las armas de extranjeros, en 1829. Larrea debió ser el portavoz y el diplomático de nuestro gobierno ante Francia, sosteniendo criterios enfrentados a la opinión del cónsul francés J. Washington Mendeville. Otros incidentes vinieron a hacer más incómoda la permanencia en suelo francés y Larrea aprovechó la necesidad de atender asuntos privados para regresar a su patria adoptiva, en 1830. Pero ya estaba don Juan Manuel de Rosas en el gobierno y se dio por concluida su misión.
Seguramente no era un funcionario grato al nuevo régimen, teniendo en cuenta que su juez de 1815 había sido el doctor Manuel Vicente Maza, cercano ahora al gabinete de Rosas. Se ha sostenido que las frecuentes multas que la nueva administración aplicó a su almacén naval lo llevaron a la quiebra. Y no sería de extrañar el recelo del Restaurador, sabiendo que el hermano Ramón ya estaba en las filas de Juan Lavalle.
Empobrecido, Larrea pasó a la otra orilla, alternado residencias en Colonia y en Montevideo, y volviendo a Burdeos, pero sin éxito en su tentativa de recuperar la solvencia financiera de antaño.
Retornó a Buenos Aires pobre y muy abatido. Era como una sombra viviente de aquel revolucionario dinámico, rico, vinculado y respetado. Ya nada le quedaba y en un rapto de desesperación se quitó la vida un 20 de junio de 1847, a los 65 años. Curiosa efemérides aquella, pues ese mismo día, veintisiete años atrás, moría, también empobrecido y olvidado, el general Belgrano.
DOS VERSIONES DE SU MUERTE Y UNA TUMBA PERDIDA
Pedro Isidro Caraffa consignó dos versiones acerca de la muerte de Larrea. Según Carlos Urien, el final lo causó un disparo de pistola, ya que escribió, escuetamente, que “se voló los sesos”. Pero según el alférez de navío Serafín José Gonzalves, Larrea se habría degollado con una navaja de afeitar en casa de un amigo donde permanecía oculto por depresión y temor a Rosas.
El cadáver de Larrea, último sobreviviente de la Primera Junta, fue enterrado en el cementerio de la Recoleta, en medio de la indiferencia general. Hasta hoy, se ignora el sitio exacto de su sepultura.
EL MONUMENTO EN BARRACAS
Cuatro años antes del Centenario de la Revolución de Mayo, el historiador Adolfo P. Carranza gestionó la creación de una comisión orientada a erigir en la Capital los monumentos a los miembros de la Primera Junta que, a diferencia de Manuel Belgrano, no tuvieran aún sus estatuas en las plazas porteñas.
La comisión fue designada por la Municipalidad en 1907 y la integraban el general José Garmendia, el contralmirante Atilio Barilari, José Matías Zapiola, Carlos M. Coll, Vicente Fidel López, Adolfo Dávila, José M. Ramos Mejía, Carlos Saavedra Lamas, José Luis Cantilo y Ernesto de la Cárcova, junto al propio Carranza.
La estatua de Juan Larrea fue encomendada al escultor Arturo Dresco, un destacado artista que descolló en materia monumental. Fue uno de los tres argentinos que obtuvieron encomiendas en ese concurso (Dresco, Mateo Alonso y Lucio Correa Morales); los otros fueron un argentino naturalizado (Torcuato Tasso), dos españoles (Miguel Blay y José Llaneses), un francés (Henri Cordier), un alemán (Gustav Eberlein) y un belga (Jules Lagae).
La escultura costó $25.000, el mismo precio que las de Alberti, Matheu, Paso, Vieytes, Azcuénaga y Saavedra.
El contrato (firmado el 2 de noviembre de 1908) estipulaba que la estatua debía ser de bronce y medir 2,20 metros. El prócer iba a ser representado de pie, frente a un friso (o más bien una estela o un simple muro revestido de piedra) que, a su vez, luciría una representación en bajorrelieve del fuerte de Buenos Aires y la primera escuadra en el momento de su partida hacia Montevideo. Como puede advertirse, el programa iconográfico era consistente con la actuación más identitaria de Larrea en la Junta: la organización de la escuadra patriota de guerra.
En noviembre de 1909, el Intendente municipal resolvió dónde debía levantarse el monumento, con alguna disconformidad de los miembros de la comisión ad hoc que, además, había indicado dos inscripciones epigráficas que el artista no incluyó: “Organizador de la escuadra argentina en 1814″ y “Vocal de la Primera Junta de 1810″.
Fue emplazado en la Plaza “Herrera” del barrio de Barracas y se inauguró en la soleada mañana del 12 de junio de 1910, dando comienzo la ceremonia ritual a las 10:30. Ya habían tomado ubicación en la calle Lamadrid dos compañías del 3º de Infantería, con la bandera de su cuerpo y su banda de música. Al costado del monumento velado se ubicó una Compañía de Marinería de desembarco; y en el fondo, cerrando la formación como una “U”, tomaron su sitio los cien músicos de la banda municipal.
Tras la ejecución del Himno Nacional (el mismo que Larrea había refrendado como canción patria en 1813, aunque ya abreviado en sus estrofas y ajustado en sus acordes por Pedro Esnaola), se descorrió el lienzo que cubría la figura de bronce y un largo y único aplauso fue ofrecido por la concurrencia. Entonces se adelantó al borde del tablado el contralmirante Barilari para pronunciar el primero de los discursos que marcaba el protocolo y que correspondía a la Marina por consistencia con la aportación naval de Larrea a la Independencia argentina. Luego, habló el Intendente municipal Manuel Güiraldes, quien recibió el monumento. Por último, pronunció unas palabras don Carlos C. Mansini, en nombre de los vecinos (curiosa viñeta de un tiempo en que los residentes de Buenos Aires tenían voz en las ceremonias oficiales).
El monumento todavía está allí. Y para los transeúntes desprevenidos que fijen su mirada en la extraña pose de la figura humana unas grandes letras que dicen simplemente “LARREA” puestas en el coronamiento del muro, indican, en la prieta síntesis de su apellido catalán, la memoria necesaria del último hombre de Mayo (el único suicida de aquel grupo) que sigue siendo un prócer casi desconocido.