A 50 años de la muerte de Alejandra Pizarnik, voz icónica de las letras argentinas, las escritoras Marina Mariasch y Anahí Mallol repasan qué diferencias hubo entre la circulación del personaje literario y una obra que, más allá del malditismo en la poesía, contó con una prosa vasta y textos teatrales que desandaron lo trágico desde un grotesco revulsivo que siguió cuestionando lo límites de la lengua para nombrar el mundo y las cosas.
¿Qué distancias mantienen entre sí mito y obra Pizarnik? ¿Puede decirse que la circulación de lo primero le ganó a lo segundo? ¿Cuáles fueron las derivas esenciales de cada una? Sobre estas cuestiones reflexionan Mallol, poeta, docente e investigadora nacida en 1968 en La Plata que entre otros libros publicó “Postdata” y “Polaroid”; junto a Mariasch, poeta, novelista y traductora nacida en 1973 en Buenos Aires que cuenta entre sus títulos con “Efectos personales” y “Estamos unidas”.
“El personaje Alejandra Pizarnik, un personaje que la poeta construyó con cuidado y constancia, y sobre todo, en base a modelos literarios, finalmente, y como efecto seguramente no deseado por ella, se comió a la obra”, dice a Télam Mallol, por estos días en París participando justamente de un encuentro sobre Pizarnik, de quien el domingo se cumple un nuevo aniversario de su muerte ocurrida el 25 de septiembre de 1972.
Mallol se refiere “al hecho de que mucha gente conoce y habla de su vida, su infancia, su relación con la madre, su sexualidad o su suicidio, pero no conoce bien su obra. El personaje, o el mito, con sus ingredientes de juventud, desafío y figura trágica es atractivo. Pero tal vez lo que resulte más atractivo para cierto público es que ese personaje permite domesticar lo indomesticable, que es la obra de Pizarnik”.
Ocurre que “su textualidad es muy particular y desafía las categorías gramaticales y lógicas, exigiendo una entrega que la adscripción a los elementos biográficos permite aligerar, proporcionando una impresión falaz de explicación”.
Por otra parte, apunta Mallol, “ese tipo de explicación parece ser más perentorio cuando se trata de una mujer: domesticar su voz atribuyéndole locura, desengaño amoroso, final trágico: una nota roja que banaliza su potencia literaria y la hace nota policial, como pasó con Delmira Agustini y Alfonsina Storni, entre otras”.
A eso mismo apunta Marina Mariscah cuando señala que “la obra de Pizarnik fue leída desde ese episodio que funciona un poco como agujero negro que fue su suicidio. Y lamentablemente eso de alguna manera parece absorber o teñir la obra de un tono trágico, melancólico. Un tono que también está presente en la obra, sobre todo en la imposibilidad de ligar las palabras y las cosas, en la fisura entre el lenguaje y el mundo”.
¿Cuánto jugaron, entonces, en esa doble vía, en esa dicotomía figura mítica/ obra categorías como mujer, hija de inmigrantes, judía, sexualidad, salud mental y circunstancias de muerte que, al igual que en otras escritoras y artistas constituyó el suicidio?
Su obra tiene otras aristas, señala Mariasch: “como dice César Aira en el ensayo que escribió sobre ella, su poesía va más allá que el personaje que Alejandra construyó para ella misma en su obra y que pone en escena en ese nombre. (Alejandra, Alejandra, debajo estoy yo). En esto va mucho más allá de la niña sonámbula, de la vagabunda, de la pequeña muerta”.
“La obra de Alejandra -prosigue la autora de ‘Coming attractions’- se despliega en esa y en otra y en otras. Como en esa especie de arte poética que es ‘La palabra que sana’, a la que podríamos agregar un ‘colita de rana’, sin ninguna duda, porque ‘la palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”‘.
“Entre los poemas de ‘Árbol de Diana’ y ‘El infierno musical’ -grafica Mariash-suele hacerse una división en la lectura, pero para mí hay una continuidad muy clara, la de una voz que se va agudizando en su ironía, en su filo sexual, obsceno, en su cinismo y en el nonsense”.
Dice Mallol que la obra de Pizarnik “se lee y se relee porque nos interpela cada vez con fuerza renovada, porque es una interrogación sobre la distancia entre el lenguaje y la singularidad de una experiencia: merodea ese borde imposible en donde algo del orden de la experiencia no puede encarnar en el lenguaje y el resultado es un poema que justamente marca y hace un puente frágil en la sutura”.
Lo hizo de diversos modos, señala Mallol, “sobre todo desde las exploraciones de la poesía pura y desde la erupción volcánica del lenguaje en las prosas grotescas”, que comparten un mismo impulso, “unir arte y vida, ahí donde hay algo que no puede inscribirse en el lenguaje porque pertenece a un orden heterogéneo y a la vez se inscribe de este modo, poniendo en crisis la lengua de todos los días”.
En todo caso, y para parafrasear un poco sus respuestas en una entrevista -agrega la autora de ‘El poema y su doble’-, “no se trata de las desgracias, sino de lo que ella supo hacer con esas desgracias”.
En una entrada de los “Diarios” de Pizarnik, “una de las que más me gusta releer -rescata Mariasch-, la del 22 de noviembre del 55, escribió este párrafo: ‘¿Por qué no me ubico en un lugarcito tranquilo y me caso y tengo hijos y voy al cine, a una confitería, al teatro? ¿Por qué no acepto esta realidad? ¿Por qué sufro y me martirizo con los espectros de mi fantasía? ¿Por qué insisto en el llamado? ¿Por qué me analizo? ¿Por qué me olvido de mi alma y no estrujo el pañuelito húmedo leyendo ‘Cuerpos y almas’? ¿Por qué no me visto con elegancia y paseo por Santa Fe del brazo de mi novio?'”.
“¡Ah! -continúa el texto citado por Mariasch- Sé que la vida es muy breve. Sé que no soy eterna. Pero, en realidad, no veo la muerte. La veo lejana. Digo cuarenta años pero no los veo. Veo un espacio inmenso. Veo millares de días. Sé que hay tiempo. Sé que amo mi alma. Me amo a mí. Amo mi cuerpo y lo besaría todo porque es mío. Amo mi rostro tan desconocido y extraño. Amo mis ojos sorprendentes. Amo mis manos infantiles”.
¿Cuánto jugó en la construcción del mito público el propio mito de origen que cada escritor establece sobre sí mismo? “Pizarnik quiso ser una poeta maldita, como lo fueron Rimbaud y Lautréamont, y lo logró. Eso también puede ser considerado un logro literario, si consideramos que su ideal más alto era fundir la vida y la poesía, bajo una pulsión de muerte más que de vida”, asegura Mallol.
“Eso define su estética y es un elemento indiscutible de su poética pero es cierta la premisa inversa -advierte-: puede haber sufrido, por las razones que sean (ser judía, hija de inmigrantes de primera generación, ser tartamuda, ser bi u homosexual, ser una chica con inclinaciones literarias en un barrio pequeño-burgués, ser adicta o lo que fuere), pero eso no genera una obra de la magnitud de la suya. Fue, sobre todo, una gran poeta”.
A su entender, “la mejor forma de aproximarse a la obra de Pizarnik es desde los textos, no del biografema, o desde un uso creativo, pero no instrumental del biografema”.
Para Mallol, lo que importa “es lo que Pizarnik le hace al lenguaje, el modo en que inscribe su singularidad como estilo” y “ese estilo tiene que ver con una puesta en crisis del lenguaje: ‘Cómo explicar con palabras de este mundo que un barco partió de mí llevándome’ -grafica con un texto breve de Alejandra-, cada palabra fue pensada como un color o un trazo en un cuadro, son versos tan nítidos y precisos que ya no se olvidan una vez leídos”.
A esa ‘cualidad Pizarnik’, Mariasch la resume así: “En la revista Sur dice ‘la poesía no es un proyecto sino un destino’. ‘La poesía es el lugar donde todo sucede’, escribe en un prólogo a una antología joven”.