El último ensayo de la autora francesa Nathalie Léger, “El vestido blanco”, recorre la historia de la artista italiana Pippa Bacca quien fue violada y asesinada mientras llevaba adelante una performance que la desplazó por varios países vestida de novia, un fatal suceso que permite indagar en la recurrente presencia del traje blanco y nupcial en la historia del arte, en la genealogía de este “tejido” que atrapa a las mujeres en la fantasía de lo inmaculado y que tantas artistas han intentado desarmar o cuestionar desde sus obras.
El paso del tiempo no quita un ápice de conmoción a la historia de Pippa: en marzo de 2008 emprende una performance “hermosa y demencial”, dirá Léger en su nuevo libro editado en la Argentina por el sello Chai: viajar a dedo desde Milán a Jerusalén vestida de novia, en una suerte de peregrinación antibelicista por una hilera de países en los que aún es palpable el rastro de la guerra, como una forma de reivindicación de la paz. Lo hace enfundada en un vestido blanco y el camino se encuentra además con parteras para lavarles los pies y secarlos con la tela de su vestido. Y sólo viaja a dedo, como una forma de confianza en el otro.
Su nombre no es Pippa: Giuseppina Pasqualino di Marineo -sobrina del reconocido artista Piero Manzoni- planea, al final de su ambiciosa obra de arte, exhibir el vestido blanco utilizado durante la travesía junto a otro idéntico pero que nunca fue usado. Dos vestidos, uno nupcial, blanco, intacto y otro literalmente de posguerra, pero esa exposición nunca llegará a suceder. El trágico final de Pippa fue noticia en diarios de todo el mundo. La violaron, la asesinaron y su cuerpo, enterrado, fue encontrado días más tarde en las afueras de Estambul, Turquía.
Una década más tarde, la autora francesa Nathalie Léger descubre la historia de la artista a través de un documental de un por entonces estudiante italiano “Sono innamorato di Pippa Bacca”, de Simone Manetti, y a partir de allí comienza su propio relato, que entremezcla con su historia personal, para hablar del valor del arte frente a la violencia, mientras traza una genealogía de otras performances extremas.
“Toda la historia de la performance está marcada por el trabajo de artistas que han hecho del vestido uno de los objetos privilegiados de su trabajo y, en particular, del vestido de novia. De este emblema, es decir, de esta construcción social. El vestido de novia es la marca ritualizada de un fantasma. Es un signo de pureza pero también es la panoplia del consentimiento, es el signo de un acuerdo pero también la marca de una apropiación, en fin, es una red muy densa de representaciones que los artistas han enaltecido (principalmente en el cine y, en general, por hombres) o destruido (y aquí las mujeres han puesto todo su empeño)”, había dicho Léger en una entrevista con Télam.
No es casual que la performance -en la historia del arte- haya sido ejecutada en gran medida por mujeres, que han puesto su propio cuerpo en escena, nada menos, y lo han transformado en herramienta y lienzo en blanco, han visibilizado la violencia que sobre el mismo se ejerce, han cuestionado la narrativa patriarcal y han intentado quebrar las representaciones y mandatos con actitud transgresora.
El vestido en blanco y de novia, por su parte, un objeto cargado de historia y tradiciones, símbolo de pureza y compromiso, ha trascendido su función original para convertirse en un poderoso elemento artístico en la historia del arte, hasta subvertir sus simbolismo y así desmenuzar, analizar y revelar, sobre todo nuevas miradas y significados.
En “Balkan Baroque” (1997), la yugoslava Marina Abramovic vestida de blanco, buscaba poner de manifiesto el horror bélico en la Guerra de los Balcanes al pasarse tres días sentada sobre una pila infinita de huesos frescos de ternera, manchados de sangre, que lavaba parsimoniosamente con un cepillo mientras tarareaba canciones tradicionales de su infancia. Iba vestida de impoluto blanco, pero no de novia, un traje que sí usaría años más tarde para otra performance en homenaje a María Callas.
La japonesa Yoko Ono presentó en 1965 “Cut Piece”, una performance por la que permanecía arrodillada en un escenario e invitaba a los miembros del público a subir y a rasgarle su vestido con unas tijeras, cubriéndose los pechos con las manos a medida que las prendas iban cayendo. La artista permanecía impasible mientras continuaban los tijeretazos y todo el ambiente de la performance se tornaba más agresivo.
“El vestido de novia blanco es ya de por sí un símbolo, en principio de la virginidad y la pureza, de lo no manchado que conlleva la idea de esa mujer que va a casarse. Y es un símbolo muy fuerte no solo en la tradición cristiana sino occidental. Justamente por eso el arte se mete con ese símbolo, para provocarlo, para desplegarlo y desmontarlo, haciéndole preguntas de qué implica para una sociedad elegir ese vestido y ese símbolo en relación a ese pacto de dos personas que se hacen promesas de amor, fidelidad y cuidado frente a Dios, a ese dios de la tradición monoteísta cristiana”, analiza en diálogo con Télam la especialista Agustina Muñoz (Buenos Aires, 1985), quien trabaja en teatro, cine y performance.
El blanco puro e impoluto de esta clase de vestidos es otra de las aristas que aparece de manera recurrente: “Durante mucho tiempo el vestido blanco significó para una mujer pasar de las manos de su padre a las manos de su marido y estar bajo su potestad. Ese blanco era muchas veces una manera de esconder o silenciar las manchas o heridas que una vida puede tener, frente a la sociedad, por lo tanto un símbolo de la hipocresía. Entonces el arte tiene ese rol, de agarrar un símbolo supuestamente no cuestionado, o tomado solamente desde un lugar festivo, y sacar a la luz todas sus sombras, todo el dolor también que puede traer, por todo lo que está atravesado y hacerlo visible”, asegura Muñoz, quien fuera directora del ciclo de performances presentada por Malba durante la exposición dedicada a Yoko Ono, “Dream Come True”.
Para Muñoz, quien además participó del programa de artes performáticas Das Arts, en Amsterdam, hay algo esencial a la dinámica del arte que es tomar algo y sacarlo de su contexto, para que surjan nuevas perspectivas, como el ejemplo máximo que es el caso del mingitorio de Marcel Duchamp: “Quizás un vestido de novia, en una iglesia, durante la ceremonia, pasa desapercibido y es asimilado por todas las personas que están ahí. Sin embargo, un vestido de novia puesto en una performance en la calle es prohibitivo. Y así es posible verlo justamente como un artefacto simbólico, cultural, lo que motiva otras preguntas en relación a ese objeto. ¿Por qué es blanco? ¿Por qué cubre todo el cuerpo? ¿Qué implica? ¿Qué oculta? ¿Qué muestra? ¿Qué deja ver? ¿Qué dice de la persona que lo lleva? ¿Qué le deja decir a la persona que lo lleva?”, interroga la experta.
También se refirió a la historia de la italiana Pippa Bacca, la curadora y escritora Andrea Giunta: “Su performance, su acción, tenía un aspecto sacrificial, lavar los pies de las matronas. Un sentido que está presente en muchas otras performances; pensemos en Diamela Eltit lavando la vereda del prostíbulo en la calle Maipú o compartiendo un beso con un vagabundo esquizofrénico. También realizar un viaje pacifista que quedaría plasmado en las manchas y la suciedad de su vestido blanco”, indica en una entrevista con Télam.
Feminismo y pacifismo se unen de manera trágica en la historia de la artista italiana y así lo expresa Giunta, investigadora, curadora e integrante de la Asamblea Permanente de Trabajadoras del Arte: “La violación y la muerte son la respuesta a su utopía. El odio y la violencia hacia la mujer se imprime sobre la utopía pacifista. Lleva a pensar en violencias contrapuestas, ambas universales, ambas sin fronteras: la guerra, la violencia de género. Ella buscaba detener una, la encontró la otra”.
La autora del libro “Feminismo y arte” alude además a “las marcas del rito de transición de un estado a otro” asociadas al vestido blanco. “Ese es el sentido que le dio la artista argentina Marta Minujin cuando cumplió 70 años y entró en el Malba vestida de blanco, confirmando su amor por el arte desde la idea del matrimonio”, ejemplifica Giunta.
Y si bien no en todas las performances mencionadas aparece el vestido de novia como eje, sí en todos los casos el denominador común es el cuerpo de la mujer en la sociedad, y entonces Leger -quien menciona a Sophie Calle, Niki de St Phalle, Jana Sterbak y otras- refiere a ese “tejido en el que están atrapadas las mujeres” que “toma la forma de un vestido blanco, ese gran emblema y siniestro chiste: la alienación disimulada bajo la belleza y la fantasía de lo inmaculado”, tal como había dicho en la entrevista con Télam.
Para la autora francesa, “las mujeres encontraron en la performance una forma de poner en juego sus cuerpos, pero no el cuerpo de cada una sino, más bien, el cuerpo de la mujer, esta figura sobrecargada de expectativas, de obligaciones, de prohibiciones, de deseos, de miedos, de secretos y de poder. Todo esto sólo puede ser dicho en un gesto sobreexpuesto. Pippa Bacca lo volvió signo de una adhesión, de un acuerdo, de una unión, tal vez, incluso, de una redención. Y, al final de su historia, el vestido blanco se convirtió en su sudario”.
Por Mercedes Ezquiaga