Ayer se cumplieron 15 años de la Tragedia de Cromañón, el incendio que dejó 194 muertos, más de 1400 personas heridas, y a muchos sobrevivientes con traumas y secuelas muy difíciles de superar.
Además, tan complicado fue el proceso judicial, que se tuvieron que realizar 4 juicios orales para juzgar a 26 personas, de las cuales 21 fueron condenadas, y 18 personas fueron a la cárcel.
Casi todos los condenados ya están en libertad, a excepción de un integrante de la banda Callejeros, Eduardo Vázquez, que sigue preso, pero no por Cromañón, sino por el femicidio de su esposa, Wanda Taddei.
Por otra parte, sigue libre un ex inspector del gobierno porteño, con una pena que en la actualidad está en revisión en la Cámara Nacional de Casación.
Lo que no deja dudas, es que esta tragedia, ocurrida el 30 de diciembre de 2004 en el barrio de Once, marcó un antes y un después, ya que comenzaron a realizarse clausuras de locales por irregularidades. Y fue también después de este hecho, que se descubrió que existía un vacío en materia de legalidad y seguridad en los locales.
El Ex Director de la Revista Rolling Stone, Pablo Plotkin, habló sobre los cambios que se generaron en nuestro país en los últimos 15 años: “La pregunta recurrente de estos últimos 15 años – ¿qué cambió después de Cromañón? – ya no tiene demasiado sentido. Básicamente, porque cambió todo. El mundo en el que ocurrió Cromañón era otro. Un mundo sin smartphones, sin redes sociales y con un rocanrol argentino que crecía desde los márgenes, capturando el clima post-2001″.
Y agrega Plotkin: “Al principio, los cambios fueron rápidos e impactantes. No solo cayó un jefe de gobierno y comenzó un juicio que llevaría a la cárcel a músicos, productores y funcionarios: el shock también impuso una política de ‘mano dura’ sobre el under. De la clandestinidad a los megafestivales, del indie al rap, la onda expansiva de la tragedia fue dejando rastros y cada cual se las arregló como pudo”
Diego Boris, titular de Instituto Nacional de Música (Inamu) cuenta, por su parte, que “La tragedia de Cromañón fue un problema colectivo más allá de las responsabilidades y de las culpas individuales que surgieron en el juicio“.
Pareciera que hoy bailan en la memoria esos adolescentes desgarrados por el llanto o por el miedo; todavía bailan en la memoria los ademanes desorbitados de quienes intentaban abrir espacios donde no los había porque allí sólo había cuerpos apiñados; todavía bailan en la memoria los golpes desesperados de un hombre sobre el torso desnudo de otro, echado sobre el asfalto negro, golpes desesperados sobre su pecho, intentando revivir ya no ese cuerpo fláccido sino los segundos previos al desastre. Tan sólo si se pudiera volver a esos segundos antes. Eso es lo que pensaban muchos, lo que ensoñaban caminando como zombies alrededor de la noche, mientras el ulular de las ambulancias y las dantescas imágenes del desastre hacían de muro de contención de cualquier fantasía irrealizable.
En la calle Ecuador en una de las esquinas de la plaza Once, esta ese cartel, en una especia de recorrido por el hábito cotidiano de cientos de miles de personas, la noche del jueves 30 tuvo un significado diferente. Llegar hasta esa esquina viniendo por la avenida Rivadavia desde el microcentro significó trastrocar todas las costumbres. Ya sorprendía la extraña visión que daban, desde lejos, las luces azules de los patrulleros, recortadas sobre la luz mortecina de las columnas de iluminación. Allí es, podría pensar cualquiera por lo desacostumbrado de encontrar a Rivadavia vacía de vehículos a partir del nacimiento de la plaza, donde empieza Pueyrredón, y como abandonada a extrañas caminatas, personas que iban o venían, que parecían perdidas, que parecían venir desde muy lejos. Después, uno comprendería que se trataba de sobrevivientes. Después, al alcanzar el cartel de Ecuador y Bartolomé Mitre, pero parecía un sueño dentro de una verdadera pesadilla, dentro de una cruda vivencia, por extraño que suene.
Allí mismo, sobre la esquina de Ecuador y Rivadavia, una cantidad de gente, que parecían curiosos, se apretujaba. Todos a unos metros de una plazoleta que divide en dos Ecuador a esa altura. Todos mirando desde la plaza o desde la vereda de enfrente, hacia esa plazoleta. Había que atravesar esa plazoleta para llegar al cartel. Atravesarla significaba ver lo que todos miraban embobados: cuatro, cinco, seis cuerpos endurecidos por la muerte, echados sobre esa plazoleta que desde su centro atrapaba con el magnetismo del morbo, cuerpos manchados de quemazón, con su rostro cubierto como si se les quisiera evitar la sorpresa que provoca la muerte anticipada. Si es que la muerte pudiera anticiparse a sí misma, pero todos sabemos que eso es imposible.
Una de las escenas, un hombre estaba sentado junto al cuerpo de una mujer y con una mano la acariciaba en la cabeza. Caricias como si fueran arrumacos que no se interrumpían ni siquiera cuando decía y repetía “no puede ser, no puede ser”. Con su otra mano se acariciaba a sí mismo, sus dedos daban vueltas sobre su propia nuca, parecía que con esa mano estuviera dando cariño a su dolor. Lloraba y lloraba ese hombre, lloraba desconsoladamente sin entender e intuyéndolo todo al mismo tiempo. Al llegar a esas imágenes uno podía suponer que había visto lo peor. Pero no. Aquellos eran apenas los primeros cuerpos de tantos cientos que aparecerían minuto tras minuto.
Frente al muro del ferrocarril, se abre la puerta más negra de la historia del país. Desde el cartel de Ecuador, mirando hacia la puerta del fatídico boliche República Cromañón, el espectáculo dantesco era tal que superaba cualquier límite para el asombro: cuerpos y cuerpos semidesnudos, empapados, cargados por otros cuerpos que los abandonaban sobre el asfalto negro, allí donde hubiera un hueco, y que salían corriendo para internarse dentro de la boca negra en busca de otros cuerpos. Sobre la vereda, sobre el asfalto, vivos y muertos yacían confundidos mientras un ejército de sobrevivientes y voluntarios apantallaban sus camisas en el aire buscando oxigenar sin distinción, vivos y muertos, como si fuera una escena dantesca de una película trágica, pero no, era la pura verdad.
En cuanto al tema de la prevención y la concientización Boris dijo que “Falta seguir trabajando en la construcción de conciencia colectiva de prevención. Hubo cambios que resultaron positivos y otros, probablemente, no tanto. Hubo una toma de conciencia colectiva en la actividad musical en cuanto a la prevención. No se pueden dejar libradas al azar determinadas situaciones cuando se convoca público. Hay protocolos que se activaron. Junto al Sindicato Argentino de Técnicos Escénicos, Familias por la Vida, el SAME, la Cruz Roja, Bomberos de la Policía Federal y la Asociación Electrotécnica Argentina hemos elaborado un manual de prevención de riesgo escénico para reducir peligros”.